Un relato inacabado (III,)

Trabajar. Eso sí que lo recuerdo. Cómo no recordarlo. Me he pasado toda la vida trabajando.

Primero el parvulario, después la escuela, más tarde el ser aprendiz de carpintero, luego la guerra...; la maldita guerra que saca a todos de su sitio. Te arrancan de repente de tu mundo, sin ni siquiera preguntarte, y te arrojan a un sitio desconocido, rodeado de desconocidos que te dicen ser tus amigos y con los que disparas contra otros desconocidos que te han enseñado a odiar sin conocerlos. A veces somos tan... absurdos. Allí perdí muchos amigos. Pero lo peor eran todos esos cadáveres esparcidos por el suelo. Chicos que nadie se preocupaba de mirar. Seguramente alguien escribiría a sus familias diciendo que habían dado su vida por su país; pero es mentira. Siempre es mentira. Nadie da su vida por su país; es el país el que te mata: te manda a un lugar que ni siquiera te pertenece, te pone un fusil en la mano y alguien que te indica lo que debes hacer y hacia dónde debes disparar: eso es todo. Gracias al cielo no tenía hijos aún. Ni siquiera estaba casado; pero era joven, muy joven. Y mi país me robó ese tiempo que era mío para luchar por algo de lo que no era consciente. "La paz nacional", decían. Y la paz nacional era hacer la guerra. Enviar a los jóvenes al frente para que murieran defendiendo algo que tenían antes de que algún politicucho decidiera que había demasiados excedentes de munición en los arsenales.

Siempre es lo mismo. Y deciden parar la guerra cuando el número de muertos les parece lo suficientemente amplio como para no dejarles dormir toda la noche de un tirón. Y se sientan en una mesa, rodeados de agua y pasteles, y firman un documento que han tenido guardado durante meses, y mandan volver a las tropas. Pero las tropas cuando vuelven van dejando ese reguero de desesperanza y frustración que siembra la guerra por allí por donde pasa con sus pies de plomo, aplastando todo lo que pisa. Y las madres descubren que en el lugar de su hijo viaja una carta, alguien con rostro consternado y un catafalco adornado con la bandera del país. Y no hay más: un funeral militar..., y no hay más. El país les ha robado un hijo; el hijo que dieron a luz con dolor y sufrimiento; el hijo que han criado durante años para que fuera un hombre de provecho; el hijo que sirvió a su país regando con su sangre un campo, quizás el del enemigo. Maldita guerra y malditos políticos... Si se dedicaran a arreglar los problemas de la gente de la calle; si gobernaran desde un callejón en lugar de hacerlo desde un sillón acolchado y una gran mansión llena de guardaespaldas y servicio... Pero todos son lo mismo: unos vividores.

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