Un relato inacabado (IV,)

... Y después de la guerra... sí; después de la guerra me enrolé en el cuerpo de Correos. Estuve varios años pateándome las calles de la ciudad. Pero eso era antes; cuando había sol. Ahora no hay nadie allí afuera, sólo charcos y algunos pájaros revoloteando para buscar un lugar que no se haya calado hasta los tuétanos.

Aquellos años en Correos sí fueron buenos. Comencé a darme cuenta de lo que era vivir realmente; comencé a sentirme útil, a hacer algo que me llenaba de orgullo y satisfacción... Aprendí lo que era llegar cansado a casa; la felicidad que dan el trabajo bien hecho y el descanso bien ganado.

Esos años en Correos fueron los que me permitieron conocerla. Ángela. Recuerdo que ella era universitaria; una de las pocas chicas universitarias que conocí. Era un poco estrafalaria, pero muy hermosa. Tenía el pelo castaño y los ojos marrones. Miraba desde dentro, desde ese sitio que no juzga a la gente. Ángela. Creo que ella será el último recuerdo que la muerte pueda robarme.

A menudo me pregunto porqué la vida se empeña en separarte de lo que más quieres tan de repente...

El último día que vi a mi madre con vida fue en una de nuestras visitas semanales. A los niños les encantaba ir a casa de los abuelos, y Ángela siempre hablaba con mi madre de cosas de mujeres. Mi madre... Se me hacen tan lejanos los días en que la llamaba mamá... De todo se pierde la costumbre; incluso de las cosas buenas. Al día siguiente una vecina llamó a casa para decirme que mi madre... mamá... había muerto. Se había despertado con un dolor muy fuerte en el pecho y, tras avisar a alguien, volvió a la cama. Nunca más se levantó. Cuando se pudieron dar cuenta ella estaba acostada, con los ojos cerrados, como si no hubiese pasado nada. Se fue igual que vivió: sin ruido, despacio, sin molestar a nadie, sin hacerse notar. Así fue mi madre.

Recuerdo que apenas lloré durante el funeral. Quise parecer fuerte, como ella me había enseñado. Pero luego no pude soportarlo. Cuando vi aquel ataúd descender hacia la sepultura, algo se rompió dentro de mí, y lloré. Lloré como nunca más he vuelto a hacerlo. Mi madre nunca volvería a besarme; nunca volvería a reflejarme en sus ojos, en esos ojos que la muerte había vidriado para siempre. Fue demasiado duro ver aquel descenso, lento, pausado... Supongo que hay que bajar un poco para ascender luego más alto. Sí. Mi madre debe tener un lugar privilegiado allí en el cielo. Debe tenerlo, como todas las madres. Y después..., bueno, después la vida te enseña a vivir con las cicatrices en el alma, y se te van olvidando los momentos amargos, y quedan sólo los recuerdos agradables, los momentos ... mágicos.

Comentarios

La Dama Zahorí ha dicho que…
Ufff, un relato muy intenso, muy introspectivo y bastante pesimista... pero se ha visto la luz al final del túnel, esa muerte salvadora a veces, que culmina y da sentido a la vida...

Acábalo, Juanma, merece la pena (y gracias por colgarlo aquí para que podamos disfrutarlo todos)